Jesús bajó a Cafarnaún, ciudad de Galilea, y los sábados les enseñaba. Se quedaban asombrados de su enseñanza, porque su palabra estaba llena de autoridad. Había en la sinagoga un hombre poseído por un espíritu de demonio inmundo, y se puso a gritar con fuerte voz: "¡Basta! ¿Qué tenemos que ver nosotros contigo, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios". Pero Jesús le increpó diciendo: "¡Cállate y sal de él!" Entonces el demonio, tirando al hombre por tierra en medio de la gente, salió sin hacerle daño. Quedaron todos asombrados y comentaban entre sí: "¿Qué clase de palabra es esta? Pues da órdenes con autoridad y poder a los espíritus inmundos, y salen". Y su fama se difundía por todos los lugares de la comarca.

Lc 4, 31-37

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  Quienes escuchaban a Jesús quedaban admirados por la autoridad y el poder de su palabra.

  Siempre han habido personas que hablan y hablan interminablemente, sin decir nada interesante; podemos escuchar y ver algunas entrevistas a todo tipo de personajes y personajillos, y el resultado final es que no han dicho nada en claro, ni nada mínimamente relevante. 

  Aquellos que escuchaban a Jesús, comentaban entre ellos lo que habían visto y oído, y corrían la voz haciendo que la fama de Jesús se fuera extendiendo. También nosotros escuchamos, o leemos, la Palabra del Maestro, transmitida por los evangelistas. ¿Y qué hacemos? ¿La reflexionamos, la guardamos para nosotros mismos, o la comunicamos a otros...? ¿Reconocemos en Jesús de Nazaret al Santo de Dios? 

  A nuestro alrededor hay personas de todas las edades que necesitan ser escuchadas; pero también necesitan escuchar las palabras de Jesucristo, pero no escucharlas como una imposición, o como una materia escolar, o como una monótona letanía carente de vida... La Palabra debe ser vivída y llevada a la práctica por aquel que la transmite, como hacía el Maestro.

Martes, 3 de septiembre de 2019

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