Levantando los ojos al cielo, dijo Jesús: "Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti y, por el poder que tú le has dado sobre toda carne, dé la vida eterna a todos los que le has dado. Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo. Yo te he glorificado sobre la tierra, he llevado a cabo la obra que me encomendaste. Y ahora, Padre, glorifícame junto a ti, con la gloria que yo tenía junto a ti antes que el mundo existiese. He manifestado tu nombre a los que me diste de en medio del mundo. Tuyos eran, y tú me los diste, y ellos han guardado tu palabra. Ahora han conocido que todo lo que me diste procede de ti, porque yo les he comunicado las palabras que tú me diste, y ellos las han recibido, y han conocido verdaderamente que yo salí de ti, y han creído que tú me has enviado. Te ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por estos que tú me diste, porque son tuyos. Y todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío; y en ellos he sido glorificado. Ya no voy a estar en el mundo, pero ellos están en el mundo, mientras yo voy a ti".

Jn 17, 1-11a

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  Leyendo este fragmento del evangelio de hoy, nos encontramos, como en otras ocasiones, ante el misterio de Dios, un misterio que no logramos comprender. Entonces nos centramos en Jesús, la Palabra de Dios, de quien recibimos el perdón, la sanación, el amor. En Jesús vemos a Dios, cercano, lleno de misericordia, que llora, que es feliz con sus amigos, que comparte mesa con los pecadores, que celebra las festividades, que se cansa andando por los caminos abiertos por los pasos inciertos de los caminantes de todos los tiempos. En Jesús vemos al Padre bueno, al Abba, al "papaíto" que nos ama a corazón abierto. Y confiados en ese amor que jamás nos abandona, sabemos que no estamos solos, porque el Señor siempre está a nuestro lado, y somos habitados por su Espíritu.

Martes, 4 de junio de 2019

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