LEEMOS (Mc 1, 21b-28):

Al llegar el sábado entró en la sinagoga y se puso a enseñar. Y quedaban asombrados de su doctrina, porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas. Había precisamente en su sinagoga un hombre poseído por un espíritu inmundo, que se puso a gritar: «¿Qué tenemos nosotros contigo, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruirnos? Sé quién eres tú: el Santo de Dios». Jesús, entonces, le conminó diciendo: «Cállate y sal de él». Y agitándole violentamente el espíritu inmundo, dio un fuerte grito y salió de él. Todos quedaron pasmados de tal manera que se preguntaban unos a otros: «¿Qué es esto? ¡Una doctrina nueva, expuesta con autoridad! Manda hasta a los espíritus inmundos y le obedecen». Bien pronto su fama se extendió por todas partes, en toda la región de Galilea.

 

MEDITAMOS:

Era sábado. Y Jesús fue donde tenía que ir e hizo lo que tenía que hacer: ir a la sinagoga y predicar. Pero lo hacía con autoridad, no como los escribas. Los escribas eran los maestros de la ley. Se dedicaban a estudiar la ley. ¿Qué diferencia había entre ellos y Jesús? Pues precisamente lo que viene a continuación. Un hombre poseído por un espíritu inmundo, quizá una enfermedad psiquiátrica, sufría y necesitaba ayuda. Lo curioso es que gritaba, haciéndolo en plena predicación y en la sinagoga. Para echarle fuera, vamos. Pero no. Jesús le curó. Ahí residía su autoridad, que veían los oyentes: la verdadera ley es el amor. Y la caridad es el amor en la práctica. Jesús oraba, meditaba, estudiaba, buscaba la voluntad del Padre, que es amor a Él y, desde Él, a los demás, y la cumplía. Su novedad, pues, residía en el amor, que está por encima de la sinagoga, del sábado, de la ley… o de quien se pone impertinente y que, quizá, se pone así porque sufre y necesita ayuda: no juzgar es amar también, pero para eso hay que mirar con los ojos de Jesús, de ahí que sea tan necesaria la oración.

 

ORAMOS:

Señor: Que busquemos tiempo de intimidad contigo para saber cómo amar a los demás.