LEEMOS: (Lc 10, 21-24)
En aquella hora Jesús se llenó de la alegría en el Espíritu Santo y dijo:
«Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien.
Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; ni quién es el Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar».
Y, volviéndose a sus discípulos, les dijo aparte:
«¡Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis, y no lo vieron; y oír lo que vosotros oís, y no lo oyeron».
MEDITAMOS:
Deberíamos repetirnos muchas frases o versículos del Evangelio de hoy. Y deberíamos hacerlo durante muchos días, no solamente hoy. Por ejemplo: “Jesús se llenó de alegría en el Espíritu Santo”. La vida es muy dura. Pero, pensándolo detenidamente, hay momentos en los que deberíamos estar contentos por todos los bienes que Dios nos da (familia, trabajo, parroquia, ese momento de oración, que un vecino nos ha saludado porque hemos coincidido con él o con ella: no hace falta acudir a las cosas extraordinarias, porque, en ese caso, nos perdemos las ordinarias). No es cuestión de estar contentos todo el día (¡ojalá!, pero hay que ser realistas). El Evangelio nos dice: “en aquella hora”, no nos dice “siempre”. En efecto, hay momentos en los que deberíamos dar gracias al Padre, como así lo hace Jesús. Estamos acostumbrados a pedir, y eso está bien, pero se nos olvida algo más importante: alabar a Dios dándole gracias.
ORAMOS:
Gracias, Señor, por ti, por todo.
