Levantando los ojos al cielo, oró Jesús diciendo: "Padre santo, guárdalos en tu nombre, a los que me has dado, para que sean uno, como nosotros. Cuando estaba con ellos, yo guardaba en tu nombre a los que me diste, y los custodiaba, y ninguno se perdió, sino el hijo de la perdición, para que se cumpliera la Escritura. Ahora voy a ti, y digo esto en el mundo para que tengan en sí mismos mi alegría cumplida. Yo les he dado tu palabra, y el mundo los ha odiado porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. No ruego que los retires del mundo, sino que los guardes del maligno. No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Santíficalos en la verdad, tu palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, así yo los envío también al mundo. Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad".

Jn 17, 11b-19

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  Jesús insiste en que sus discípulos no son, no somos, del mundo. También nos lo recuerda el apóstol Pablo en su carta a los filipenses: "Somos ciudadanos del cielo" (Flp 3, 20a). Sin embargo estamos en el mundo, vivimos en medio del mundo con la misión de ser lucecitas que iluminan las tinieblas que las envuelven. Recibimos el mensaje de Cristo, la Palabra, no para atesorarla como un avaro esconde sus riquezas, sino para meditarla, para vivirla y poder comunicarla a los demás, no sólo a través de nuestras palabras, sino haciéndola visible por medio de nuestra propia experiencia de vida en Cristo, el Señor. Y para poder hacerlo sin que nos venza la magnitud de la tarea, tenemos a Jesús a nuestro lado, custodiándonos, y al Padre, que nos guarda, y al Espíritu Santo que habita en nuestro interior. Somos hijos amados de Dios, que cuida con ternura de todos y cada uno de nosotros.

Miércoles, 5 de junio de 2019

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