A Isabel se le cumplió el tiempo del parto y dio a luz un hijo. Se enteraron sus vecinos y parientes de que el Señor le había hecho una gran misericordia, y se alegraban con ella. A los ocho días vinieron a circuncidar al niño, y querían llamarlo Zacarías, como su padre; pero la madre intervino diciendo: "¡No! Se va a llamar Juan". Y le dijeron: "Ninguno de tus parientes se llama así". Entonces preguntaban por señas al padre cómo quería que se llamase. Él pidió una tablilla y escribió: "Juan es su nombre". Y todos se quedaron maravillados. Inmediatamente se le soltó la boca y la lengua, y empezó a hablar bendiciendo a Dios. Los vecinos quedaron sobrecogidos, y se comentaban todos estos hechos por toda la montaña de Judea. Y todos los que los oían reflexionaban diciendo: "Pues ¿qué será este niño?" Porque la mano del Señor estaban con él. El niño iba creciendo y se fortalecía en el espíritu, y vivía en lugares desiertos hasta los días de su manifestación a Israel.

Lc 1, 57-66.80

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  Recordemos que la incredulidad de Zacarías cuando el arcángel Gabriel le comunicó que su esposa Isabel y él iban a concebir un hijo en la ancianidad, provocó que quedara mudo, y cuando recobra el uso de la palabra comienza a bendecir a Dios por el bien que le ha hecho concediéndole el hijo largamente anhelado. Aquel niño fue Juan el Bautista, el precursor del Mesías.

  La vida de cualquier niño es un don de Dios y debería ser motivo de gozo y de esperanza. Una criatura que viene al mundo es una ventana abierta al futuro de la humanidad entera. Contemplando a un recién nacido nos damos cuenta de que todo es posible, los sueños, los anhelos; la luz de la vida brilla en sus ojitos iluminando a quienes le contemplan.

  Pidamos a Dios que nos ayude a respetar, guardar y cuidar la vida de cada criatura para que encuentre siempre unos brazos amorosos que le acojan y le protejan.

Lunes, 24 de junio de 2019

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