LEEMOS: (Lc 4, 24-30)
Habiendo llegado Jesús a Nazaret, le dijo al pueblo en la sinagoga:
«En verdad os digo que ningún profeta es aceptado en su pueblo. Puedo aseguraros que en Israel había muchas viudas en los días de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo tres años y seis meses y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías sino a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo, sin embargo, ninguno de ellos fue curado sino Naámán, el sirio».
Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo echaron fuera del pueblo y lo llevaron hasta un precipicio del monte sobre el que estaba edificado su pueblo, con intención de despeñarlo.
Pero Jesús se abrió paso entre ellos y seguía su camino.
MEDITAMOS:
Jesús fue al pueblo donde pasó su infancia, su adolescencia y su juventud. Le conocían desde que era niño, por tanto. Era, como decía san Pablo, uno de tantos. Entonces: ese, a quien conocen de toda la vida, ¿qué les iba a enseñar y a predicar? Es más, ¿por qué él y no cualquier otro del pueblo? Incluso, ¿se va del pueblo y luego vuelve dándoselas de entendido? ¿Qué me tiene que enseñar ese a quien conozco de toda la vida? Además, a mí, que sé lo mismo que él o, quizá, más. Ningún profeta es aceptado en su pueblo porque nos fastidia que el profeta sea otro y no nosotros, que también somos de ese pueblo. Añadido a eso, podemos hacer grandes sacrificios, hacer las mejores acciones de caridad, pero no somos capaces de amar a quien está cerca porque entendemos que: 1) No tiene el mismo mérito que irse de misiones. 2) Los pobres son otros, no el que está a mi lado y pensamos que lo tiene todo. 3) Nos creemos mejor que él. De modo que: 1) Amemos a quien está cerca. 2) Mirémosle para averiguar si tiene alguna necesidad. 3) No nos creamos mejor que nadie. Porque puede ocurrir que quien más nos necesita lo tenemos justo al lado. Y podemos correr el riesgo de estar mirando hacia otra parte o estar mirándonos demasiado a nosotros mismos. Podemos preguntarnos, pues: ¿hacia dónde estamos mirando?
ORAMOS:
Señor: Enséñanos a mirar. A aprender de ti. A estar atentos a las necesidades de quien está a nuestro lado. Que no busquemos excusas para no servir a los demás. Que salgamos de nosotros mismos.