LEEMOS: (Mt 5, 1-12a)

Viendo la muchedumbre, subió al monte, se sentó, y sus discípulos se le acercaron. Y tomando la palabra, les enseñaba diciendo: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos; pues de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros.»

 

MEDITAMOS:

Como decía Joseph Ratzinger, cuando rezamos el Credo, cuando decimos “Creo”, lo que estamos manifestando es una determinada situación y posición nuestra en la vida, en el mundo. En efecto, con ello quería decir, parafraseando a Toni Catalá, SJ, que tratamos de situarnos evangélicamente en la realidad. Podemos vivir, aquí y ya, un anticipo de la Vida Eterna: llevando, o intentando llevar, una vida según las Bienaventuranzas, una vida sencilla, de trabajo, de oración, de vivencia de la Eucaristía (ese trozo de Cielo en la Tierra), de entrega a los demás, sobre todo a los más necesitados. Vivamos, pues, conforme al Evangelio: eso es a lo que nos invita la Iglesia en este día (y, realmente, todos los días).

 

ORAMOS:

Señor: Que vivamos según tu Palabra.