LEEMOS: (Lc 19, 45-48)

En aquel tiempo, entró Jesús en el templo y se puso a echar a los vendedores, diciéndoles: «Escrito está: «Mi casa es casa de oración»; pero vosotros la habéis convertido en una «cueva de bandidos.»

Todos los días enseñaba en el templo. Los sumos sacerdotes, los escribas y los notables del pueblo intentaban quitarlo de en medio; pero se dieron cuenta de que no podían hacer nada, porque el pueblo entero estaba pendiente de sus labios.

 

MEDITAMOS:

Cuando Moisés se acercó a la zarza ardiente, Dios le dijo que se quitara las sandalias porque estaba pisando un suelo sagrado. Eso es el templo. Jesús nos enseñó que lugar sagrado es, también y, sobre todo, las personas, cada uno de nuestros hermanos. Y, claro está, la creación. Pero concretando la sacralidad del suelo en el templo, no nos damos cuenta de que, al entrar en nuestras parroquias, estamos pisando suelo sagrado. Dediquemos, pues, el templo a la finalidad que tiene: que sea, pues, un lugar de oración, de encuentro con los hermanos, de fraternidad, de limosna y caridad, de paz, de celebración de la Resurrección del Señor. No empecemos, pues, a formar corros en la entrada o en la salida para hablar entre nosotros interrumpiendo la oración de los demás, a despistarnos, a hablar en voz alta. O a pensar que como leemos las Lecturas o nos dedicamos a Cáritas o a la atención a los enfermos, es como una propiedad nuestra que ningún otro puede hacer, en lugar de pensar lo que es: un servicio a los demás. Lo que acabo de decir igual son tonterías. O no. Estamos pisando un suelo sagrado.

 

ORAMOS:

Gracias, Señor, por recordarnos que, contigo, pisamos suelo sagrado.